DiVagaCiencIA

21.2.06

El animal culpable

Más que desarrollar una noción del yo, para que un grupo de animales adquiera el tipo complejo de relaciones sociales que distinguen al ser humano lo inmediatamente necesario parece ser el que sean sujetos de culpa, para hacerse responsables por los actos que realizan de acuerdo a un rol social. El poder interiorizar al castigador para reprimirse es lo que distingue al ser humano como animal neurótico (véase Las monerías de lo cautivo), correspondiendo este castigador con el súper yo del psicoanálisis.

¿Es posible que un animal acceda a un rol social de tipo humano sin que medie la neurosis? ¿Es posible que el yo haya aparecido en nuestra especie antes e independientemente del súper yo? Si llega a demostrarse, como sospecho, que el súper yo tiene asociada su propia unidad de herencia, así como el ello tiene asociado a los genes (véase El error fundamental), esto sería una evidencia que apoyaría la idea de que la culpa es suficiente para incrementar la complejidad del trato social de una especie y que las identidades son por tanto productos secundarios de estos tratos y de la convivencia de las unidades de herencia que los justifican.

Este análisis puede llevarse a la diferencia existente entre las ideas centrales en torno a las que giran el cristianismo y el budismo: la culpa y la compasión (respectivamente)… ¿cuál apareció primero, evolutivamente hablando? ¿puede ser una adaptación de la otra?

Si la culpa es primordial al yo como lo sugiere la visión de la memética que he expuesto la compasión es una especie de adaptación de la culpa ya que no podría hacerse propio un acontecer ajeno si no hay identidades y si las identidades recaen primeramente en la culpa. Quizás esto explique por qué la idea del pecado original es tan persistente y tan psicológicamente poderosa mientras que no parece haber una idea de “compasión original” que se le compare puesto que su significado budista en su forma más pura, como la iluminación, resulta inaccesible para la mayoría de las personas.

Tal parece que los medios de la oscuridad siempre serán más poderosos por apelar a las raíces de nuestra psique. A dar a sombra aprende…

16.2.06

Fascinación por la nada

¿Por qué la nada, en todas las variantes metafóricas en que se nos aparece, suele tener connotaciones negativas? ¿Por qué tememos tanto caer presos en manos del nihilismo?

En una forma pragmática podemos definir al nihilismo como la sensación de que alguna valoración carece de fundamentos, de que no es sustentable. Mientras que al encontrar este sentimiento al comprobar la caducidad y fatalidad de ciertas costumbres y valores morales solemos sentir desazón y por tanto tendemos evitar el inquirir demasiado en ellos, la ciencia es ciencia renovando sus modelos de la realidad, como la serpiente que muda de piel.

¿Por qué decir que nuestra vida está regida por átomos no causa la misma sensación que decir que está regida por genes y memes? ¿A qué tememos como especie? Tememos a una humanidad reducida… aunque no sabemos qué significa. Es nuestra fobia hacia la natura humana y como tal no estamos prevenidos contra ella, necesitamos habituarnos paulatinamente para que no nos cause pánico.

A pesar de que dentro de la comunidad científica siempre hay personas dogmáticas reacias a cambiar sus paradigmas (al final siempre acaban ganando las evidencias) habemos otros a los que la búsqueda del sentimiento de la nada como la antesala a nuevas formas de concebir la realidad nos subyuga, tanto así que llega a permear nuestra forma de ver el devenir de la moral y las costumbres previniéndonos así de sus avatares…

¿Cómo compartir esta fascinación por la nada? Es ella tan indistinguible a la infatuación sentida por la más bella, caprichosa, armoniosa, próxima, desdeñosa, lacónica, elocuente, caótica, dadivosa, cruel y trágica de las doncellas, aquella que llamamos naturaleza.

En acuerdo categórico...

Tal parece que el subconsciente colectivo de occidente necesita siempre estar en “acuerdo categórico” con algo, lo cual, como lo sugiere Kundera, es el germen del Kitsch, más allá de la valoración estética como la valoración en general (véase Merry Kitschmas!).


Es indiscutible la decadencia del acuerdo categórico con el ser visto a través de Dios, como lo muestra el posmodernismo, debido a los traumas históricos del siglo pasado y de lo que lleva el presente, a la visión de la realidad develada por la ciencia que ha resultado generalmente en contra de las expectativas que se tenían sobre ella (véase Gödel y la negación absoluta de la mierda), así como al fortalecimiento del fanatismo… lo que ha desembocado en que se busquen inconscientemente motivos de coincidencia más humanamente universales, y por tanto más abstractos. En especial me llama la atención el auge del amor como el implícito acuerdo sustituto de Dios.


Se ha vuelto cada vez más común la exaltación del amor como motivo de unión entre todos los seres humanos, mas a diferencia de las ideas religiosas que traen anexas un fardo dogmático a través del cual la naturaleza abstracta de Dios se concretiza en algo cultural, el amor sigue siendo demasiado abstracto, independientemente de cómo aleguemos experimentarlo cotidianamente.

¿Qué puede el amor? Como lo indica la historia de la religión un acuerdo categórico hace manifiesto su poder generalmente no porque el objeto del acuerdo en realidad posea los dones que se le atribuyen, sino por el hecho de acordar en él, o como escribiera Nietzsche “la fe no mueve montañas, pero las construye donde no las hay.” Si aplicamos la analogía a nuestro caso el amor adquiere poder en el mundo no por ser un tipo de potencia metafísica trascendental, como se sugiere en sus retratos más melosos, sino por coincidir en él.

Mientras que adherirse a una fe puede implicar ciertos esfuerzos y renuncias ideológicas específicas, entregarse al amor es generalmente ideológicamente gratuito; mas lo que parecería una ventaja se trueca en fatalidad porque al no poder aterrizar las expectativas que tenemos sobre él en la forma en que aterrizamos la fe a través del dogma, que por tanto sirve como medio de contención y encauzamiento de la creencia; quien deposita su fe absoluta en el amor está condenado a buscarlo por doquier y por tanto a tocar a las puertas de la desdicha persistentemente.

Como ya lo he mencionado con anterioridad solemos ir por el mundo atribuyendo intenciones a fenómenos que, bajo una reflexión concienzuda, no requieren de este enfoque (véase Cuestión de enfoques). Es fascinante ver cómo el amor se ha convertido en una fuente inagotable de justificaciones a la intencionalidad y al tratar de encontrar estructuras narrativas por doquier, de lo cual no deja de brindar testimonio la literatura.

Un ejemplo claro de cómo tratamos de encontrar coherencia y justificación a una intencionalidad que a simple vista no entenderíamos mediante otro enfoque es la película “La marcha de los pingüinos.” Más que un documental sobre la fascinante forma de ganarse la vida de estos animales la película acaba convirtiéndose en una “disneylandosa” apología del amor ya que los realizadores decidieron mañosamente incluir románticas líneas de diálogo a las peculiares aves.

Mientras muchos quedan conformes con este retrato de los animales y la naturaleza a los cuales se les adjudica una estructura narrativa justificada en el amor humano que no se ha demostrado tienen, habemos a quienes el contemplarlos sin prejuicios nos interesa más porque curiosamente además de acabar aprendiendo de pingüinos en este caso acabamos aprendiendo más sobre nosotros mismos.

Si lo que se muestra en la película es una antropomorfización de los pingüinos… ¿por qué no nos atrevemos a “pingüinizarnos”? Es como cuando alguien al empatizar con su perro en lugar de decir “qué humano es, nada más le falta hablar” dijera “qué perro soy.”


Una conclusión intrigante resultado de adquirir este tipo de visión es que mucha de la intencionalidad que nos atribuimos proviene no de que tengamos razones comprobables para justificarla, sino porque inconscientemente acordamos en que la realidad tiene una estructura narrativa… como lo señala el filósofo Daniel Dennett en sus estudios sobre la conciencia su naturaleza es tan huidiza e indemostrable porque consiste precisamente en convertirse en lo que llama un “centro de gravedad narrativo”, y por tanto por sí misma es ficticia, sólo aparece cuando uno busca personajes y tramas. En lo personal yo encuentro en esta idea un paralelo con la más pura noción budista del Karma: al atribuir una estructura narrativa a la realidad y considerarnos un personaje lo único que garantizamos es que el drama nunca acabe.

¿Qué implica que algo exista no por sí mismo sino por acordar en él? Si pensamos en acordar como una réplica, el acuerdo categórico con algo se convierte en el prototipo de un replicador cultural, un meme.