DiVagaCiencIA

4.11.05

Las monerías de lo cautivo



¡Soy la herida y el cuchillo!
¡Soy la bofetada y la mejilla!
¡Soy los miembros y la rueda,
la víctima y el verdugo!

El verdugo de sí mismo, Charles Baudelaire

Entender los límites de acción de lo que llamamos naturaleza resulta complicado ya que al meter la mano en ella solemos sorprendernos más por encontrar aquello que no buscábamos. Cuando asistimos a lugares donde se exhiben animales en cautiverio con fines de entretenimiento, como zoológicos y circos, pocas veces nos damos cuenta de que el comportamiento animal que observamos, aparentemente aislado de nosotros mediante barrotes, puede decirnos mucho más sobre los seres humanos que sobre las criaturas en cuestión.

La teoría de la evolución ha enseñado a los científicos que la complejidad de la vida no tiene otro propósito más que el de adaptarse a las condiciones del medio para propagar patrones de información a través del tiempo, medido este generalmente en escalas que a los seres humanos nos resultan enormes: miles e incluso millones de años. Si pensamos en el tiempo que un circo o zoológico puede funcionar y lo comparamos con el evolutivo vemos que es para él menos de lo que un segundo a la vida de una persona. ¿Puede adaptarse una especie a un cambio de condiciones de vida tan repentino? La respuesta que los biólogos dan es negativa, principalmente porque al aislarla de su hábitat y proveerle lo necesario para conservarse viva se elimina la presión que la selección natural tendría sobre ella, quedando inutilizadas todas aquellas características que le obligó a desarrollar en el pasado.

Este fardo de instinto sin cauce que carga el animal cautivo salta a la vista mediante comportamientos ausentes en el estado salvaje que, de otra manera, pensaríamos son exclusivos del ser humano, como son la homosexualidad, la neurosis, el asesinato, la tendencia a la obesidad y la masturbación, que suelen variar dependiendo de la especie de que se trate.

¿Será posible que estos comportamientos aparezcan en nosotros debido a una especie de cautiverio? ¿Cuánto de nuestra humanidad debemos a la represión y desuso de nuestros instintos?

El zoólogo Desmond Morris ha sugerido respuestas a estas preguntas y concluye que, después de bajar de los árboles para convertirnos en cazadores y tener alrededor de un millón de años más para adaptarnos hasta llegar a ser homo sapiens, el cambio en nuestro estilo de vida que planteó el surgimiento de la agricultura y el posterior advenimiento de la civilización, fue tan brusco que estamos biológicamente inadaptados a ella.

El arraigo a la forma de vida, al trato social y afectivo, cálido y selectivo que requerían las tribus cazadoras y las cotidianas luchas de poder que suscitaban; la invasión de nuestro espacio por parte de miles de extraños; la inactividad física y las complejas relaciones de subordinación a las que el individuo se ve sometido –generalmente en su perjuicio- en las ciudades modernas o súper tribus; hacen que la gente desahogue toda su necesidad de estímulos en personas desconocidas o mediante comportamientos autodestructivos. En pocas palabras, en su planteamiento Morris adjudica a la civilización el papel de cautiverio.

¿Cómo es posible para una especie domarse así, tomar el látigo y amenazarse a sí misma? Muchos han pensado que hay algo de antinatural en el nacimiento de la civilización, el que en esa entonces la razón hubiese sido tan poderosa como para sacrificar las necesidades instintivas inmediatas de la mayoría en pos de un proyecto tan inaudito en términos tribales, sospechando que cierta especie de auto-represión venía ya arraigada en el cazador primitivo.

Tal fue la postura de Sigmund Freud quien identificó en el nacimiento de la conciencia moral –una entidad independiente inmersa en la estructura psíquica de los individuos- el elemento represor necesario para suprimir la satisfacción de ciertos instintos que en su necesidad de expresarse derivan en neurosis.

Llegando a este punto queda la cuestión de si podrá algún día la ciencia enjaular la conciencia moral para exhibirla junto a todas las fieras que antaño nos mantenían angustiados en las cuevas, como el trueno. Aunque tal parece que siempre habrán motivos para ser bofetada y mejilla. Habrá que cautivar los motivos… ¿no suena a poesía?