DiVagaCiencIA

25.8.05

Las vaguedades del lenguaje


Instrumento de tu cuerpo es también
tu pequeña razón, hermano, que llamas
‘espíritu’ – humilde instrumento y
juguete de tu magna razón.

Así hablaba Zaratustra, Federico Nietzsche


En su tarea de formar representaciones lo más objetivas posibles de la realidad todas las ciencias requieren de la adopción de un lenguaje en común entre quienes las practican, para tener la seguridad de que se sabe de qué se está hablando y reducir al mínimo la necesidad de recurrir a interpretaciones personales. Se suele creer que una ciencia es más objetiva entre menos vago sea el lenguaje en que se expresa, creencia que explica la admiración que provoca la física por estar sustentada más que cualquier otra disciplina en el rigor de las matemáticas. En consecuencia el lenguaje cotidiano ha sido considerado demasiado vago como para sustentar teorías sólidas en él.

Tal ha sido la fe en el empleo de las matemáticas que cuando se iniciaron en el siglo XX los estudios científicos sobre el lenguaje se pensó a priori que este debía cumplir con características propias de los lenguajes formales de las matemáticas, sin dar alguna justificación (un ejemplo claro son las hipótesis de Noam Chomsky); entre ellas la que más destaca es la separación entre la sintaxis (las reglas para generar cadenas de símbolos) y la semántica (el significado de las cadenas de símbolos).

Esta separación, propuesta por David Hilbert, fue crucial para las matemáticas cuando en el siglo XIX se descubrió que existían distintas geometrías cuyas verdades (su semántica) se contradecían mientras que todas eran sintácticamente válidas y desembocó en el uso de la teoría de conjuntos y la lógica como sustento de afirmaciones independientes del contexto en el que su significado va a emplearse y de quién va a interpretarlas.

Por ejemplo los axiomas de teoría de conjuntos afirman que un objeto pertenece o no pertenece a un conjunto sin que hayan estados intermedios (un número entero es par o impar) lo que es una versión de la famosa premisa aristotélica del tercer excluido: ser o no ser.

Los lingüistas se toparon con que el lenguaje cotidiano no cumple con estas premisas pues está plagado de lo que se han denominado prototipos: cuando los seres humanos hacen categorías de cosas existen algunas que son mejor ejemplo del conjunto que otras, por lo que se da cabida a estados intermedios. Por ejemplo un adulto que mida 1.65 metros comparado con niños es alto mientras que al mismo tiempo es chaparro equiparado a jugadores de baloncesto de la NBA.

Estas características del lenguaje llevaron a la creación de una nueva clase de lógica llamada “difusa” que se basa en dar a las cosas grados de pertenencia a más de un conjunto, modelados mediante funciones matemáticas para realizar inferencias usando reglas expresadas en lenguaje común. Esta disciplina ha probado ser muy útil en ingeniería para resolver problemas complejos que pueden ser modelados intuitivamente con palabras, como equilibrar un péndulo invertido en tiempo real .

Lo fascinante es que la lógica difusa no es suficiente para modelar todos los efectos prototípicos del lenguaje, como las metonimias. Una metonimia consiste en tomar un aspecto bien entendido o fácil de percibir de algo y usarlo para representar ese algo entero (sustituir el todo por una parte), como cuando hablamos del “68” refiriéndonos al movimiento estudiantil generado en ese año, sustitución difícil de representar matemáticamente.

Este tipo de evidencias que afirman la unión de la sintaxis y la semántica cuando hablamos y escribimos han servido como soporte de hipótesis dentro de la ciencia cognitiva, el campo interdisciplinario abocado al estudio científico de la mente, que afirman la inseparabilidad del cuerpo y la mente, que la forma como representamos la realidad al comunicarnos no puede ser sintetizada exclusivamente mediante símbolos independientes de quiénes van a emplearlos, sino que va estrictamente ligada a que seamos las criaturas biológicas modeladas por la evolución que somos, con el cuerpo que tenemos.

Esta nueva filosofía, llamada “embodiment”, pone en tela de juicio supuestos filosóficos que acarreamos desde la época de los griegos, de entre los cuales sobresale la separación existente hasta ahora entre la metafísica (los planteamientos sobre qué es real) y la epistemología (qué podemos conocer). Si, de acuerdo al embodiment, lo que es real depende de lo que humanamente podemos conocer y coincidimos en la realidad por compartir el mismo cuerpo, se derrumban las creencias que afirman que las matemáticas trascienden platónicamente a los seres humanos y que en ello reside su fortaleza... lo que implica la tarea de replantear su origen como una actividad sustentada en la estructura cognitiva provista por nuestra biología.

Lo que parecía en un principio ser un tiro por la culata, las menospreciadas vaguedades del lenguaje negándose a desparecer, vistas como objeto de estudio nos confiesan lo humana, demasiado humana, que la ciencia debe ser para seguir adelante.