DiVagaCiencIA

13.12.05

Merry Kitschmas!

La elegancia de la teoría del gen egoísta para explicar los procesos evolutivos (véanse La guerra que nos mueve y ContágiaME MEtáforas) recae en que basta que exista algo capaz de replicarse que sea fecundo, que “viva” lo suficiente para poder replicarse y que cada que se replica lo haga fielmente aunque con una pequeña probabilidad de variación… Gracias a este proceso estúpido, estúpido en el sentido de que no hay algún tipo de diseño consciente detrás de él, emerge la complejidad y belleza de la vida que nos rodea y que somos. El que haya un replicador que se beneficia replicándose es el motor del cambio en la evolución.

Si los seres humanos somos resultado de la evolución, ¿por qué parece que adoptar el punto de vista de los genes egoístas no nos es suficiente para explicar nuestra cultura como un proceso natural? El que esto suceda cae como anillo al dedo de la cultura y las costumbres que nos educan a vernos más allá de lo que sucede en el resto de la naturaleza.

La hipótesis plausible para entendernos como un resultado evolutivo surgió cuando Dawkins propuso que en el nacimiento de la cultura lo que sucedió es que apareció un nuevo tipo de replicador: los memes. Desde el nacimiento de esta peligrosa idea se han dado innumerables debates sobre su utilidad, la comprobación de su eficacia y en todo caso los posibles beneficios del desarrollo de la memética… el debate aún continúa (en un futuro dedicaré espacio para tratar más a detalle las objeciones y contra objeciones a la visión memética de la cultura) y no hay una conclusión definitiva.

¿Por qué para quienes adquirimos el punto de vista de los memes su existencia nos parece tan evidente? Así como cuando en otras especies el hecho de que un individuo se sacrifique por otro más débil no encaja como supervivencia de la especie sino como supervivencia de los genes, la cultura está plagada de actos aberrantes de este tipo, de actos culturales que se repiten y se repiten y se repiten aunque muchas de las veces no acaben beneficiando a alguien, sino a sí mismos al seguirse replicando.

Esta idea de que lo que realmente tiene poder en la cultura es que haya algo que debe replicarse encaja a la perfección con la idea del Kitsch en el arte, el que realmente no importa qué es arte sino consumirlo y consumirlo porque está de moda y que está de moda porque se consume… y que en su forma filosófica Milan Kundera sintetizó magistralmente en la frase “la negación absoluta de la mierda” o bien “el acuerdo categórico con el ser”.

En mi opinión no hay temporada más apoteósica del Kitsch que la navidad. Es increíble el bombardeo audiovisual con el que uno se ve hostigado en absolutamente cualquier lugar en que se encuentre… cada que entro a un centro comercial en estas épocas me acuerdo del propagandismo nazi, de cómo uno se encontraba swásticas por doquier, sólo que en su lugar uno no deja de ver esferitas y nieve y gorritos y bastoncitos y renos y de escuchar cantos propagandísticos cursis (por lo menos los nazis escuchaban a Beethoven y a Wagner, jajajaja)… Es paradójico que la navidad sea la época del año en la que hay más gente enferma, más gente se deprime y se suicida, la gente recibe más dinero, más consume y se endeuda más, acabando con la conocida cuesta de enero (cuesta en todos los sentidos).

Es muy probable que usted lector esté pensando en este momento que soy un Grinch amargado, y muy probablemente esté en lo correcto… no es mi objetivo retraerlo de su “acuerdo categórico con la navidad”, sólo le dejo en el aire la pregunta:

¿Disfruta usted la navidad o la navidad lo disfruta a usted?

La tragedia de los consumidores

Cuando le preguntas a una persona común y corriente en qué forma puede ayudar a la ecología seguramente te va a decir que separando la basura o plantando árboles o alguna acción obvia de ese tipo, mas raramente te dirá que cambiando sus hábitos de consumo… hay personas que por no tener geográficamente cerca un lugar con deterioro ambiental creen que no lo dañan, mientras que lo que consumen tiene que provenir forzosamente de algún lugar. Este enfoque donde lo que importa es cuál es el lugar último en que recaen los efectos de nuestros hábitos es a lo que se le ha llamado la “huella ecológica”.

La idea central es que cada quién deja la huella ecológica de lo que consume, huella que suele ser entonces difusa por la multiplicidad de lugares de donde se extrae la materia prima con que se fabrica lo que consumimos, por lo que a pesar de la gran magnitud que la huella de una persona puede tener su efecto se percibe como menos dramático que el de un patito bañado en petróleo agonizando en una playa donde acaba de encallar un buque petrolero. ¿Cómo cambiar esta predisposición dramática en la cabeza de las personas por un sentimiento de vergüenza hacia el consumismo?

En 1968 Garrett Hardin escribió un polémico ensayo donde describió “The tragedy of the commons” o “la tragedia comunal” en la que imaginando una comunidad de pastores que compartían tierras para llevar a sus animales a pastar se concluía que, ya que el costo de llevar a los animales a pastar de más es visto como menor al de no hacerlo porque es difuso, tarde o temprano y a pesar de los pactos comunales que se hicieren el pasto se iba a acabar.

Vista a través de la teoría de juegos la tragedia comunal es una variante del famoso “dilema del prisionero” en el que está demostrado que si una persona obtiene mayor ganancia traicionando esto es lo inmediatamente más racional y muy probablemente acabe haciéndolo, salvo que el juego se repita muchas veces y se tenga memoria del comportamiento, caso en el que la cooperación llega a rendir mejores frutos.

Desde este enfoque la tragedia comunal ha sido vista por muchos como la evidencia de que el sistema económico capitalista per se es insostenible, y esto sin añadirle la tradicional ceguera de los economistas con respecto a la ecología y al manejo sustentable de los recursos, ya que para ellos los recursos valen por lo que te cuesta extraerlos, como si lo que me costara un reloj fuera lo que invirtiera en robármelo (ejemplo cortesía del Dr. Oliver Probst). Ya que traigo vuelo, ¿cuál es el colmo de un economista? Pasársela la mitad del tiempo haciendo predicciones y la otra mitad tratando de justificar por qué las predicciones que hizo estuvieron mal.

Desgraciadamente todo indica que lo único que va a cambiar nuestros hábitos de consumo será la escasez. Es una labor titánica convencer a millones de personas de controlar su consumo cuando siempre tendrán la tentación de consumir, del “que tanto es tantito” puesto que visiblemente sólo perciben los efectos en su tarjeta de crédito y en su bote de basura mientras que difusamente forman parte de una avalancha… si hacemos caso al dilema del prisionero vemos que incluso aunque las ventajas por consumir de más fueran mayores que las de controlarse si el juego se repite muchas veces y los jugadores tienen memoria hay esperanza de que se actúe de otra forma que no es inmediatamente egoísta.

Si lo pensamos meméticamente (véanse Merry Kitschmas! y ContágiaME MEtáforas) es evidente que a través del consumo lo que queda patente es que hay algo que está replicándose y replicándose a expensas de un beneficio real sobre nosotros puesto que cada vez deterioramos más nuestro medio. Si coartar tajantemente las libertades de consumo de la sociedad capitalista puede ser visto como un ataque al libre mercado y que puede tener consecuencias económicas impredecibles, el desarrollo de herramientas de “ingeniería memética” para “concientizar” a las masas puede ser quizá nuestra única esperanza de no sucumbir a la tragedia de los consumidores.

Perdidos en los espacios


Las matemáticas aparecieron cuando el ser humano necesitó cuantificar los objetos de su entorno, abstrayendo las características particulares de cada uno –dos ovejas son dos ovejas aunque una sea blanca y otra negra. Sin embargo resulta difícil aseverar el grado de generalidad de una idea matemática ya que no se sabe si existe un punto de vista a partir del cual parezca particular y sea deducible. Un ejemplo claro se encuentra en la historia de la geometría, en la forma en que nuestra noción de espacio se amplió más allá de lo que a simple vista parecería obvio.

La piedra angular y referencia obligada en la materia hasta fines del siglo XIX fue “Los elementos” de Euclides, la organización y sistematización del entendimiento que los griegos tenían sobre geometría. El método con el que está escrito se basa en hacer explícita la terminología utilizada mediante definiciones precisas, así como los conceptos planteando postulados –verdades que no necesitan demostración- a partir de los cuales mediante el uso estricto de la lógica se derivan sus consecuencias –teoremas.

El quinto y último de los postulados de “Los elementos”, el único cuya autoría se atribuye a Euclides, el famoso postulado de las paralelas, se convirtió en la piedra en el zapato de los matemáticos durante aproximadamente dos mil años: “dada una línea y un punto externo a ella existe sólo una más que pasa por el punto y es paralela a ella.”

A diferencia de los demás postulados que parecían más obvios e intuitivos los matemáticos sospecharon que el de las paralelas debía ser deducible a partir de los otros, mas fueron numerosos los intentos infructuosos por demostrarlo – como los de los griegos Ptolomeo y Proclus Diadocus, el musulmán Thhabit ibn Qurrah y el inglés John Wallis, inventor del símbolo ∞ para representar el infinito- ya que en el camino solían ocupar suposiciones ad hoc que no planteaban explícitamente – como que la suma de los ángulos internos de un triángulo es siempre 180 grados- o reemplazaban al postulado por otro igual de indemostrable y sospechoso.

Fue hasta el siglo XIX que Gauss, Bolyai, Lobachevsky y más tarde Riemann y Poincaré demostraron la existencia de espacios alternos al euclidiano en los que no se cumple el postulado de las paralelas: el espacio hiperbólico en el que por el punto externo a una línea hay un número infinito de otras que le son paralelas y el elíptico en el que por un punto externo a una línea no existen líneas paralelas a ella – como en la superficie de una esfera.

Aunque estos matemáticos murieron sin ver las repercusiones de sus aportaciones la realidad práctica de estas geometrías se hizo patente a principios del siglo XX cuando, al crear la teoría general de la relatividad, Albert Einstein se basó en el trabajo sobre geometrías elípticas de Riemann para proponer que la materia cambia la curvatura del espacio en que se encuentra dando origen a la interacción gravitacional entre los cuerpos.

¿Cuál fue entonces el error de Euclides? ¿En qué forma puede hacerse geometría sin el riesgo de anular la posibilidad de que múltiples formas de comprender las propiedades del espacio puedan ser empleadas como poderosas herramientas matemáticas? La respuesta fue dada por David Hilbert (véase Gödel y la negación absoluta de la mierda): Euclides erró al suponer que los puntos y líneas con los que definió sus postulados pertenecían a una realidad concreta, la de nuestra percepción sensorial –la que nos dice que dos líneas paralelas nunca se juntan- y no a una abstracta en donde sus características dependen estrictamente de las propiedades que se les asignan –pudiendo ser numéricas- al ser definidos poniendo límites a lo que nuestra experiencia nos sugiera. Lo anterior llevó a que los problemas geométricos se unieran a los de la aritmética, desembocando en la creación de la teoría de conjuntos de Georg Cantor que los trata de la forma más abstracta posible.

En la actualidad existen otros espacios alternos al euclidiano además del hiperbólico y del elíptico como el fractal, el proyectivo y el toroidal, todos aplicables de una u otra forma a fenómenos que observamos en la naturaleza.

¿A qué espacio pertenece nuestra tierra? El que esta pregunta no tenga respuesta no resta mérito al trabajo de matemáticos y físicos, lo enaltece.